Ayer todo eran despedidas para David Bowie. Hasta yo misma tuve mi propio proceso de duelo, comenzando por la negación cuando me enteré de la noticia por la mañana (no puede ser, hoy no es el día de los inocentes, pensé). Todo el planeta, o la parte del planeta de la que tenemos constancia y consciencia en este rincón, lloraba su muerte y colgábamos enlaces, gifs y canciones sin cesar en las redes sociales. No lo asimilábamos, David Bowie es uno de esos personajes que no pueden morir nunca. Que no van a morir nunca porque ya forman parte de la historia de la música y la cultura contemporánea. David Bowie ya es inmortal, porque es vasto su recuerdo.
El recuerdo. Los recuerdos. Yo no necesito que Facebook me
recuerde nada. Desde anoche, en torno a la una, los recuerdos se han
apelotonado en mi memoria. No recuerdo una imagen. Recuerdo la vida, la mía
hasta hace nueve años y la suya, que ella misma me contó o la que poco a poco
he ido conociendo. La de mis hijos, sobre todo la pequeña, que apenas se
acuerda de su abuela, pero que tiene tanto de ella y que fue su ilusión, una
nieta después de tanto varón. No, no es un recuerdo, es parte de mí, de mis
hermanos y de nuestros hijos. Es parte de sus hermanos también y de los hijos
de sus hermanos, y de ese gran círculo que es esta familia y los amigos, que también
la integran.
No, mi madre no es David Bowie, pero la pervivencia en
nuestra memoria, más allá de espíritus, vidas eternas o reencarnaciones, al
margen de creencias religiosas, la hace inmortal para quienes ella nos amó.
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