Era domingo,
era una mañana de domingo, un domingo de primavera, Sol y bicicletas. Una
mañana que invitaba a la alegría. Y así hablábamos, con alegría, con la sonrisa
pintada en la cara. Hablábamos y nos reíamos, porque eso era lo que sabíamos
hacer mejor: hablar, reír, amar. Tú eras feliz y yo también. Y con esa
felicidad te quedaste, mientras yo no comprendía nada. Luego me lo confirmó
José Luis y yo sólo acertaba a decir “esto no está pasando”.
Hablábamos y
nos reíamos. Tengo grabada en mi memoria tu imagen risueña y las caricias de tu
voz. Nos veíamos y el mundo se transformaba, bueno, más bien desaparecía, y
sólo estábamos tú y yo -tan lejos, tan cerca- y nuestras palabras, nuestras
miradas iluminadas. Nuestro amor. Por encima de todo. A pesar de todo.
Ahora llevo
un año con tu ausencia, viéndote cada día y cada noche, diciéndote “buenos
días, mi amor” cada mañana al despertar; ese saludo que era algo más que un
saludo. Era una bienvenida a un refugio y su contraseña. Llevo un año con tu
ausencia tatuada en mi piel, porque “este amor ya sin ti me amará SIEMPRE”.
Nadie como
tú.