sábado, 30 de agosto de 2008

los sentidos en la India


23/08/08, camino de Bombay.

La India no entra por los ojos. Entra por todos los sentidos.


Pero quizás, bueno, no, sin duda, el primer sentido por el que entra la India es el olfato. “Huele a India”. India huele a una mezcla acre y agria de basura fermentada, orín y mierda, fundamentalmente de vaca sagrada pero también humana, mezclada con humos de coches. Ese era el olor a India que una vez alguien nombró.

Pero la India también huele a incienso y sándalo. Y a jengibre, cúrcuma, cilantro, sándalo, menta y cardamomo Y a fritanga y a chai. Y a zumo de frutas recién exprimidas. La India que yo conozco tiene olor, tiene olores, igual que tiene colores.

La India entra por los oídos. Entra casi tan pronto como por el olfato.

La India es ruido. Mucho ruido. Cláxones más agudos, más graves, más broncos, más suaves, continuos, intermitentes o en pedorreta. Musicales o monótonos. “Blow your horn” se lee detrás de los camiones y los autorickshaws. También suena a bullicio callejero, a griterío, a “one rupi” a “chai chai”, “pani water”, “namasté” y “which country”, toda la retaíla que comerciantes y pedigüeños utilizan para atraer la atención del incauto viandante.

Suena a las campanillas de los templos jainitas. Suena a música. Música que te traslada a niveles más etéreos como la del templo dorado. Música que te traslada a lo peor de tu alma cuando a las cinco de la mañana suenan a toda pastilla cánticos religiosos hindúes en plan “jaculatoria”. Música que te traslada inevitablemente de sitio cuando te atosigan con los horripilantes vídeos de Bollywood. Música que me trasladará a la India cuando escuche de nuevo a Prem Joshua, un músico que hace un “chill out” indio muy agradable y relajante: http://www.premjoshua.com/index.php?option=com_content&task=view&id=42&Itemid=103

La India entra por el gusto, qué duda cabe. El cilantro omnipresente, la guindilla traicionera, el comino en el arroz. Los distintos masalas, distintas mezclas que al final te abrasan igualmente la boca. El thali de arroz y lentejas de los sikhs y aquella pasta templada y dulzona. El curd, yogur que cuando lo mezclan con frutas, muesli o cereales lo llaman raita. O el Lassi, yogur más líquido que te lo pueden mezclar también con zumos de frutas. Los zumos naturales de piña, naranja, papaya o granada, el agua de coco bebida en el mismo coco. Las limonanas, limonada natural dulzona y con menta, muy refrescante, el lemmon soda, ¡las mirindas! La kingfisher casi clandestina… El hinojo con bolitas de anís que te sirven al finalizar las comidas para que puedas digerir todo lo anterior. Un sinfín de sabores de apuesta, que una vez en la boca no sabes por dónde van a tirar, aunque te lo temes.

Y luego el chai, el ubicuo té aromático con leche, bastante dulce, que te ofrecen a todas horas como símbolo de hospitalidad.

La India entra por el tacto. El tacto de la arena del desierto, el de la hierba mojada tras el monzón. El tacto de un masaje ayurvédico o el de la henna en la piel. El tacto del pasamanos metálico que te deja olor a metal en las manos.

En la India aprendes a tocar. Aprendes a tocar pashminas y sedas. Aprendes a tocar piedras sagradas. Aprendes a tocar cuero. Aprendes a tocar plata. Aprendes a tocar rupias. Y aprendes a no tocar muchas cosas. Por si acaso. Pero tocas. En la India es imposible tener la sensación de manos limpias aunque te las acabes de lavar. Simplemente al cerrar el grifo del agua, ya sientes cómo se manchan.

Y la India entra por los ojos. Estallan los ojos con el color de los saris, tan perfectamente colocados, tan
elegantemente paseados por las mujeres indias. Hay que ser india para llevar sari.
Los ojos abiertos, muy abiertos, no paran de mirar este país, desde los escarabajos peloteros del desierto a sus templos, pasando por sus gentes y su vida.
La India es más gente de la que hay censada. La India es gente agolpada pidiendo paso. Gente durmiendo en las aceras, encima de los trenes, en la recepción del hotel donde te hospedas. La India es gente conviviendo con animales. O animales conviviendo con gente. Vacas sagradas que dejan boñigas sagradas (pero que huelen y manchan igual que las mundanas). Perros espatarrados en el suelo
durante horas y horas que sirven de hito para orientarte por las callejuelas. Monos que saltan por las paredes y las azoteas. Ardillas tímidas y descaradas que se pasean a menos de un metro de ti, para luego salir corriendo. Cabras que te acompañan en tu camino. Cerdos negruzcos con el pelaje punkie. Camellos viejos con collares. Burros, palomas, cuervos de Bombay. Y otros bichos más pequeños en los que prefiero no pensar…
La India es gente de ojos de color miel y negros de mirada clara, profunda, pícara o ladina, rodeados de piel canela. Gente que fabrican, usan y venden un sinfín de artículos asombrosos.
La India es gente viviendo en casa destartaladas, cuando tienen casas. Casas construidas con andamios de bambú imposibles.

La India son paisajes que cambian desde el verde exuberante de los alrededores de Bombay al dorado color del desierto. Ríos y lagos con gente haciendo sus abluciones, pescando, viviendo y muriendo. Son ciudades blancas, rojas, azules y doradas. Y también grises y sucias. Construcciones imponentes rodeadas de casas miserables y chabolas. Callejuelas estrechas y avenidas inundadas.

La India entra por los ojos. Ojos que no pueden dejar de mirar y asombrarse con cada minúsculo detalle que descubren. Incluso ahora que estoy a punto de volver a casa.

La India entra por todos los sentidos. Y ya no sé si saldrá.


Creo que no.

Sábado, 30 de Agosto de 2008 09:40

viernes, 22 de agosto de 2008

Jaisalmer



Hay ciudades que sólo pronunciar su nombre nos trasladan a un paraíso de ensueño. Nombres evocadores: Samarcanda, Katmandú o Jaisalmer. Probad a pronunciar esta palabra con los ojos cerrados antes de seguir leyendo, despacito y respirando hondo: JAI-SAL-MER.

...




Jaisalmer es una ciudad pequeñita, apenas 50.000 habitantes, del oeste de la India, la más al oeste de la India. Cuando llegas con el tren a Jaisalmer tienes que bajar las ventanillas porque se llena todo de arena. Y es que Jaisalmer es la puerta de entrada al desierto del Thar, el de la entrada anterior. Y sales de la estación, te montas en tu rickshaw y descubres una ciudad dorada sobre una colina a cuyas faldas se extiende otra más moderna, pero tan dorada como la anterior y salpicada de palacios que rompen los ojos con tanta belleza.







Nos costó entrar en contacto con esta ciudad. Contratar el paseo en camello y la propia excursión nos impidió caer en brazos de esta joya. Habíamos dado algún pequeño paseo pero poco más. Pero la primera noche ya pude darme cuenta de que aquella ciudad me estaba hechizando. Mientras los demás se quedaron en internet, yo me fui a dar un paseo nocturno sola, en busca de algún gorro para el desierto. la ciudad estaba en silencio, nada que ver con el bullicio que habíamos abandonado el día anterior en Jaipur y mucho menos con el caos de Delhi. Tan apenas rompía ese silencio alguna moto al pasar por la puerta de la cuidad. Y es que Jaisalmer tiene una puerta y muralla y recodos y cuestas y adoquines en las calles. Ni siquiera los conductores de rickshaws saltaron al ataque ofreciéndome sus servicios. Era una noche de luna llena clara, clara, en una ciudad de ensueño y en silencio.

Cuando volvimos de nuestro safari pudimos conocer esa belleza. Y la cámara, una vez repuesta del desierto, no paraba de hacer fotos. Y miraras hacia donde miraras todo era digno de retratar, de recordar, de robar ese instante al tiempo y llevártelo a casa. Lo mismo daba un templo jainista que las casas havelies que las que iban jalonando sus calles o la propia muralla. El color dorado de la piedra, el modo de construcción, el respeto en las construcciones nuevas, a pesar del morterazo de cemento, las estrechas calles sin coches, sólo con motos, y la gente.










































También descubrí que entre las piedras doradas vivía y trabajaba gente. Y las personas con las que hablé me parecieron encantadoras, con la excepción del tipo del hotel que nos engañó con el safari, pero lo remediamos cambiando de hotel y no pagando la cifra desorbitada que pedía por un safari similar a los demás (aunque decía que el suyo era el mejor y por eso costaba el doble).

Tal vez es que yo anduviera entusiasmada, no lo niego, pero si no vas con entusiasmo ¿de qué sirve un viaje? pero salí encantada de aquella ciudad y la dejé con pena. Cuando llegamos a Pushkar, nuestro siguiente destino, ya nada me parecía tan bonito. Era tanto lo que habíamos dejado atrás.

Y luego todo lo que queda por restaurar...

Jaisalmer es la primera ciudad india en la que me quedaría.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Tea in the sahara


17/08/08

Esto no es el Sahara, que es el desierto del Thar, al oeste del Rajasthán, lindando con Pakistán. Sin embargo, cuando han emepezado a prepararnos un chai, el típico té con leche indio, a la sombra de uno de los últimos árboles antes de las dunas, me he acordado de esta canción de Sting, versionada por Liquid Blue.

Y es que nos hemos convertido en unos "domingueros del desierto" y hemos contratado un safari en camello por el desierto. Una turistada, vaya. Pero es que somos turistas, yo, por lo menos. Aún no aspiro a viajera.

Llegamos ayer a Jaisalmer, la primera ciudad india en la que me quedaría, ya os hablaré de ella. Tranquila, sin demasiado tráfico ni agobio -¡Qué diferencia de Jaipur!- y con una arquitectura magnífica. Lástima que aquí aún no se han enterado de que rejuntar con portland es una barbaridad, y el bello color dorado de la piedra queda enmascarado por el horrible gris azulado de las juntas ¡Cuánto camino le queda a este país!


Y luego, el desierto. La experiencia del camello es divertida al principio, después duele y por fin, aburre.

Comes lo que te preparan, sin querer mirar muy bien cómo limpian los cacharros. Es el desierto y apenas hay agua. Embotellada, sí, toda la que queríamos, aunque bien es verdad que he desayunado cafés con leche más fríos que esa agua... Comes encima de la misma manta sobre la que vas en el camello y que por la noche será tu cama sobre la arena entre los escarabajos peloteros. Dejas al lado las más básicas reglas de higiene, porque simplemente, no hay condiciones. Y sobrevives.

Y llegas a las dunas. Y descubres un desierto de libro, de esos que te contaron en la carrera, sobre los que dibujaste y reprodujiste en un examen su esquema. Con sus cerros, sus rocas agrietadas por la paciente e incesante labor del frío y el calor. Rocas que se convierten en piedras, que se convierten en guijarros, que se convierten en arena.

Arena que se convierte en dunas. Dunas que se convierten en desierto. Y el viento. Y el tiempo. Y te da lo mismo dejar ahí tu huella. La arena y el viento se encargan de borrar tu paso por el desierto en una alegoría de lo efímero que es nuestro paso en el planeta tierra. Y, como escribe Roberto Vecchioni, "el tiempo ríe como un muchacho que hace trampas para ganar siempre".

El desierto me emocionó. Caminar sobre las sebjas secas, trepar esas dunas, ver anochecer, la luna llena, sentir el viento en mi cara, como si yo perteneciera a allí. No era un desierto grande, más bien deberíamos hablar de un campo de dunas pequeñito, pero la emoción fue tremenda.


martes, 19 de agosto de 2008

Los niños de la India



En la India hay mucha gente. Y hay muchos niños. Fundamentalmente, niños. Voy conociendo varios tipos de niños, en ciudades y pueblos, y son distintos.























En las ciudades que voy conociendo, he llegado a la conclusión de que hay dos tipos de niños: Los niños pobres -niños de la calle- y los niños.

Los niños pobres no son completamente niños. Son niños duros como el suelo en el que les ha tocado dormir desde bebés, En Jaipur ví una escena que me estremeció. En un porche de uno de los bazares yacía tendido en el suelo, en mitad de la acera, sobre una leve manta, un cuerpecito inerte, de color grisáceo y mate. Cualquiera podía pisarlo. Al principio pensé que se trataba de un muñeco, una de tantas cosas que están a la venta. Hasta que se movió. Movió ligeramente su bracito y pierna izquierda buscando un acomodo imposible. Se trataba de un bebé de unos seis meses, aunque podrían ser más porque la desnutrición les retrasa el crecimiento, completamente desnudo, tirado ahí, con un trapo viejo como único colchón.


Los niños pobres han perdido la inocencia y la alegría de la mirada y las han sabido transformar en un toque lánguido para dar pena al turista y un brillo pícaro de aquel que está de vuelta de todo con tan sólo seis años (o menos). Permitidme que no ponga fotos de ellos...

Los niños de la India te miran desde unos grandes y expresivos ojos negros. Y se acercan a ti con curiosidad y timidez a saludarte y a que les des la mano. Y si se la das, se ponen muy contentos. Y si encima te haces una foto con ellos, el brillo de sus ojos se acrecienta hasta casi destellar. Son alegres y amables. Si alguna vez te confundes -a mí me pasó y me sentí muy mal- y les rechazas pensando que te están pidiendo rupias, no ponen gesto mohíno ni insisten.
























Luego están los niños gitanos, de un pueblecito que he conocido está mañana a la vuelta de las dunas. Eran guapos, de mirada grande y clara, pero con ese brillito pícaro de buscavidas, con la tez morena del desierto y sus vestidos cada uno de un color. Nos han visto llegar y han salido a nuestro encuentro a ver qué conseguían. Y. como todos los niños se han movido por dos cosas, el juego y los caramelos. Y ha sido muy divertido hacerme fotos con ellos y a ellos y tirarles los caramelos que llevaba al aire, como hacía José María desde su balcón en Alfajarín.






Los niños son siempre niños. Aunque a veces no les dejen.

martes, 12 de agosto de 2008

Happy birthday to meeeee!!!!


Objetivo cumplido: mis 40 cumplidos en la India! Y no me puedo quejar de cómo van las cosas Este primer contacto mío con este país está resultando menos traumático de lo que creía. Que es fascinante, no lo dudo, pero no por lo que te venden en las guías, libros y publicaciones, sino por cómo vive y sobre todo, sobrevive la gente aquí. Son muchos, muchos los aspectos en los que entrar a detalle. Cada rincón, cada mirada, cada olor (huele a India ¿te acuerdas?) da para una entrada. Haré lo que pueda.

De momento, ayer comencé visitando el templo sikh en Delhi: Shri Guru Tegh Bahadar Sahib. Era impresionante. Pero lo q más me impresionó fue el caracter de los sikhs. Tal vez porque en 1984 era yo muy jovencita, el caso es hasta ahora había tenido una imagen de los sikhs como gente muy sanguinaria. Sin embargo, descubrí ayer y lo he confirmado hoy en el templo dorado de Amritsar que los sikhs son una gente amabilísima, hospitalaria y generosa, que se desviven por ayudarte o explicarte cualquier cosa. Ayer un hombre nos enseñó todo aquel templo, incluidas las cocina, a la vez que nos explicaba la historia del sikhismo)de la que no entendí nada porque no consigo cogerle el tranquillo al inglés que hablan estos indios y estaba de fondo el runrun de los santones recitando el libro. Hoy, en el templo dorado, una mujer me ha agarrado del brazo y me ha querido enseñar el ritual de cómo entrar en el templo, la inclinación y besar el suelo -un precioso trabajo de "pietra dura" con una caliza fosilífera muy interesante-. Me han intentado explicar porqué los jóvenes llevan un pañuelo blanco recogiendo un moñete y otros el turbante, mientras me indicaban cómo sentarme. Otra vez su raro inglés, mis pobres entendederas y el ruido ambiental de las canciones provenientes del santa sanctorum han impedido que me enterara de nada. Lo que sí me he enterado es que ha sido muy bonito venir.


Pero venir ha sido otra aventura। Hemos venido en tren desde Delhi. Es otro mundo: desde bebés con la carita pintada con perilla y mofletes rojos pidiendo uno de los plátanos que llevábamos de desayuno, pasando por una chica joven tan guapa como pesada que más que pedir exigía 10 rupias dando palmadas. Y luego aparece otro personaje intentando vender cuadrenos de colorines para los niños. El pasillo era un incesante ir y venir de seres humanos más o menos reconocibles como tales que no paran de ofrecerte cosas o, directamente, pedir. El viaje era largo y necesitábamos agua y comida. Mientras escribía estas líneas me acababa de comer un sandwich de salmonella...

Entre tanto, los sikhs seguirán dando comidas a más de 30.000 personas diariamente en este comedor, ración de lentejas, arroz y algo más, depende del día, con chapatis que te sirven poniendo las dos manos juntas. No te cobran, tan sólo el donativo que quieras dar.


Claro que hay que comer rápido porque si no, te barren o te atropellan, y ya me conocéis...


Eso sí, para dar de comer a tanta gente, también hace falta mucha gente preparando la comida:


Pero no sólo ofrecen comida, también cobijo, bien en el albergue donde nos hospedamos o en el propio templo, con techos más o menos altos. Es tal la devoción que tienen por las aguas sagradas de ese lago, quela gente elige dormir en su orilla.