miércoles, 31 de diciembre de 2008

365 palabras para un año



Confieso que he vivido, como el poeta.
Confieso que este año que acaba
me he sentido viva.
Por fin.

Confieso que he amado.
Que he aprendido a amar
de manera nueva, libre y liberadora.
Que puedo y quiero y me gusta y gusta
decir te quiero.

Confieso que he viajado.
Que he conocido un pedazo de un país
lejano y fascinante
y lo quiero compartir.
Que he visitado pueblos pequeños
donde he convivido con grandes personas.
Que he pisado ciudades viejas de viejas piedras
donde he renovado mi vida.
Que he viajado al País de no Crecer
a través del color añil del Arco Iris
cogida de la mano de mis hijos.
Y ese ha sido el mejor viaje

Confieso que he sonreído,
he reído y he llorado.
Que he compartido grandes momentos
rodeada de la gente que quiero
y de gente que acabo de conocer
y a la que quiero querer.
Que he compartido pequeños instantes
conmigo misma.
Y también los he disfrutado.
Porque

Confieso que me he conocido,
me he reconocido
y me ha gustado lo que me he encontrado.
Que había vivido de espaldas a mí misma
Y cuando por fin me he dado la vuelta
el espejo me ha devuelto la imagen
de una mujer.

Sí, este año que se nos acaba
confieso que he vivido.
Y sólo puedo dar las gracias
A todos aquellos que habéis pasado
por este año que he vivido.
A mi padre, de nuevo encontrado.
A mis hijos, pedazos de futuro
que tengo la responsabilidad de moldear,
personitas libres y completas.
A mis hermanos, a mi familia.
A quien más que familia es amiga,
confesora, confidente, cómplice y conciencia.
A mis amigos, los que están lejos y los cercanos,
a los de todos los días y a los de una llamada al año.
A los de siempre y a los recién llegados.
A los hombres que amo y que me aman,
que me habéis enseñado
que todo “pueser”

Y a todos vosotros,
que me habéis leído,
que me habéis seguido
que me habéis animado a seguir.
que me habéis redescubierto
el placer de escribir
y con los que he conocido
el placer de ser leída.

Gracias.


sábado, 29 de noviembre de 2008

Bombay no es un paraíso

Imagen tomada de "elpaís.com"



De hecho, no creo que lo haya sido nunca. Pero ahora menos que nunca. Bombay fue la ciudad menos acogedora que me encontré en mi viaje. Y eso a pesar de ser la entrada a la India. O tal vez precisamente por eso. Porque es una ciudad que no necesita venderse pues ya está vendida de antemano. La antesala de Rupiastán en su mejor –y más caro-escaparate. Tan sucia como el resto de la India que conocí, la gente era menos amable, con un deje en plan “esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas”. Caótica y ruidosa –como todo el país- enorme, superpoblada, contrastada, como las chabolas de dos alturas al lado del aeropuerto internacional, o la miseria que se acumula junto a los hoteles de lujo. (A este respecto, os recomiendo vivamente que os leáis “Elefanta Suite”, de Paul Theroux, editorial Alfaguara, en concreto el relato titulado “La puerta de la India”). La puerta de la India mudo testigo de las idas y venidas de cuervos, turistas y vendedores de globos gigantes. Y ahora también del desembarco de terroristas j.a.s.p., ya os acordaréis, jóvenes, aunque sobradamente preparados, dispuestos a perpetrar su particular 11 S en el “corazón financiero de la India”, que de todo se ha oído en estos días.


Estos días. Qué barbaridad, como decía Esperanza Aguirre mientras gateaba camino de casa sin mirar atrás, a la gente que dejaba allí. A lo largo del año, de los años, se suceden los atentados en la India, ora los sikhs, ora los separatistas tamiles, ora los musulmanes contra los hindúes, ora los extremistas hindúes contra los musulmanes. Poco antes de nuestro viaje hubo un atentado en Jaipur, cuyas huellas aún vimos nosotros. Sin embargo, este ha tenido repercusión mundial, no sólo por el número de víctimas, más de doscientos, sino porque los objetivos han sido fundamentalmente turistas occidentales. Y eso sí que no. Si los que mueren son indios, parece que su vida vale menos que la de un occidental y tiene menos importancia. Pero si se trata de turistas, como yo, eso ya es otra cosa. Es indudable que ha sido un suceso muy grave, pero además ha dejado traslucir también el nivel de preparación de los indios ante sucesos extraordinarios. La misma “Espe” lo ponía de manifiesto cuando decía que parecía que el hotel no tenía un protocolo de evacuación en caso de emergencia. Parecía, no. Estoy segura de que no lo tenían. Tiemblo por esa pareja ingresada en un hospital indio. Vi algún puesto médico por ahí y era de los de pensar “Virgencita que me quede como estoy”.


Y ahora a saber de dónde provenía el ataque. Que si extremistas musulmanes de los “muyaidines del Dekán”, que si organizado desde Pakistán… Al gobierno indio le ha faltado el tiempo en acusar a sus vecinos pakistaníes de estar detrás del ataque. Delicado tema. En tiempos de “paz” hacen todos los atardeceres la pantomima de Atari, en la única frontera terrestre entre ambos países, en Amritsar. A ambos lados de la frontera los soldados se pavonean con chulería ante los del otro lado jaleados por el gentío –sobre todo turistas, pero también indios- acomodado en las gradas instaladas al efecto; desfilan pataleando patéticamente al suelo hasta llegar a la verja donde se increpan “amistosamente” y arrían las banderas con exquisito cuidado de que ninguna de las dos quede más baja que la otra, pues eso significaría predominio de un país sobre el otro. Pero cuando la cosa se caldea, dejan de hacer el teatro. Y nos podemos echar a temblar. No olvidemos que ambos países son potencias nucleares, aunque su población de muera de hambre, pues, como decía Aravind Adiga, ganador de la última edición del Man Booker Prize, el premio literario más relevante en lengua inglesa, “India es el peor país para ser pobre” (http://www.elpais.com/articulo/cultura/India/peor/pais/ser/pobre/elpepicul/20081119elpepicul_6/Tes). El peor país para ser pobre sobre todo si tu gobierno se dedica a fabricar y acumular arsenal atómico o a pasear por la Luna en esa absurda carrera espacial. Más valdría que el gobierno indio pusiera los pies en la tierra y no jugara a superpotencia, ni siquiera a potencia emergente sin solucionar los problemas sociales de su país, que son muchos. Pero eso es objeto de otra entrada.


Terribles estos días en Bombay. Y lo que queda por delante de recomponer la puerta de la India, no el monumento, que ahí sigue viendo la vida –y la muerte- pasar, sino ese barrio de Colaba auténtico escaparate de Bombay o esa estación Victoria donde estoy segura de que los atentados pillarían desprevenidos a centenares de familias durmiendo en el suelo a la espera de su tren.














El café Leopold, uno de los objetivos atacados, es donde cenamos la última noche Ignacio y yo antes de tomar el avión.


A mí también me podía haber tocado.

martes, 30 de septiembre de 2008

avalancha


Hoy ha sido noticia una avalancha humana en Jodhpur, en el Rajastán. Hablan de 150 muertos. Os transcribo unos cuantos párrafos sacados del Heraldo de Aragón de hoy, según noticia de la agencia EFE:

"Al menos 150 personas murieron este martes y otro centenar y medio resultaron heridas en una estampida registrada en los accesos a un templo de la ciudad de Jodhpur, en el estado occidental indio de Rajastán, informó una fuente oficial.

Miles de personas habían acudido de madrugada al templo de Chamunda, situado en la imponente fortaleza de Mehrangarh, que domina una colina, para rendir pleitesía a la diosa y celebrar el inicio del festival religioso hindú del Navratri. "La rampa de acceso al templo es estrecha. Todo sucedió como un rayo: una persona cayó y arrastró a otras. La mayoría de la gente ha muerto por asfixia", relató por teléfono el secretario de Interior de Rajastán, S. N. Thanvi.


El templo de Chamunda es accesible por una cuesta de dos kilómetros de largo y apenas unos metros de ancho, que además había sido dividida por las autoridades en un camino para hombres y otro para mujeres y niños con el fin de ordenar la procesión. Casi todas las víctimas son varones porque las caídas tuvieron lugar en el área masculina, cuando los devotos comenzaron a derribar barreras y empujarse mutuamente para alcanzar el templo antes que el resto, según testigos citados por IANS.

Desde París, donde se encuentra en visita oficial, el primer ministro indio, Manmohan Singh, ofreció sus condolencias a las familias de las víctimas y expresó su "horror y pena" por el suceso, reflejo de un fenómeno recurrente en la India.

Las masivas concentraciones de fieles durante los festivales religiosos indios llevan a menudo aparejado el riesgo de estampidas, por la falta de medidas de seguridad y el escaso control de las autoridades en templos de precaria infraestructura.

El pasado 3 de agosto, 162 peregrinos murieron aplastados en otra estampida similar a esta registrada en el famoso templo de Naina Devi, ubicado en el estado indio norteño de Himachal Pradesh. "

Han pasado varios días desde que comencé esta entrada, os podréis dar cuenta. Sin embargo, la reflexión es la misma: No me extraña.

Según la noticia, esto es un hecho recurrente, pero después de conocer a los indios en vivo y en directo, lo que no entiendo es que esas cosas no ocurran con más frecuencia. Me explico. Cualquier día normal, en cualquier templo normal hay un montón de devotos indios orando, rezando, ofreciendo, pidiendo o agradeciendo al dios correspondiente. Una mañana, en Pushkar, nos subimos a un templo en lo alto de una colina, desde el que se contemplaba toda la ciudad y el lago. La subida no era fácil y el templo no era mejor que cualquier ermitilla de las que abundan por nuestros pueblos. Pero había gente; y más que subía por aquellas empinadas escaleras de piedra.

El fervor religioso está en cada esquina de la India. las estampitas de Ganesh adornan salpicaderos de taxis como sancristóbales, o las tiendas y tenderetes como San Pancracios orientales. En ese sentido, siempre he pensado que el monoteísmo nominal de la religión católica se convierte en una suerte de politeísmo de vírgenes y santos patrones, que curan, vigilan, guían, buscan y encuentran toda clase de necesidades de sus crédulos feligreses.

Pero volvamos a nuestros místicos indios, que pierden sus misticismo cuando se trata de hacer fila. Porque señores, la fila india se refiere a los "indios" americanos. Aquí no los consiguen poner en fila india sino es entre estrechas barreras metálicas. Mi primer contacto con la no-fila india fue cuando tuve que cambiar rupias. Fui al banco y, como en los bancos españoles, me quede esperando detrás de los restos de la pegatina en el suelo de "espere su turno". Ahí estaba yo, viendo cómo cuando aún no se había retirado uno de la caja, ya se acercaba otro que había venido detrás mío. Al principio, pensaba que se trataba de que iban juntos. Pero cuando el primero se fue y al segundo se le pegó otro de la misma manera, comprendí tres cosas: que no iban juntos, que estaba haciendo el imbécil guardando fila y que como no me pusiera las pilas me iba a pegar toda la mañana de pie en un banco. Aquello se repitió en la estación, donde tuve que meter de nuevo el codo para que no se me colara nadie. Y que hablar del tráfico, que no os haya contado ya.

Un indio, o una india, no puede esperar. Y si tiene que hacer cola, se cuela.

Claro, cuando juntamos el fervor religioso y su inveterada impaciencia ocurre lo que ocurre, que todos quieren llegar como sea a orar a su Dios. Y la arman.


Ya sé que la noticia apareció hace casi un mes. Pido disculpas a mis lectores, a los que queden, pero la vuelta a la normalidad no me permite escribir y contaros todo lo que me gustaría. Seguiré, quiero seguir, pero no hagáis el indio y tened paciencia...

martes, 23 de septiembre de 2008

márketing indio




Por primera vez en mi vida me he sentido rica.

Cambié 200 euros y me dieron un fajo de billetes indecente. Y como además no tuve tiempo de reconocerlos al tacto, cuando iba a pagar algo sacaba un puñado de valor indeterminado. Ahí estaban en mi bolsillo, como en el de los nuevos ricos rurales que vienen a la FIMA. Y siempre salía lo primero un billete de 500 rupias. Venían a ser tan difíciles de cambiar como uno de 200 euros aquí. Con la diferencia de que, al cambio, son aproximadamente siete euros y medio.

Y así, miles de turistas por toda la India. Y, claro, eso hay que aprovecharlo.

Ni CESTE, ni ESYME ni carísimos másteres de márketing. A todos esos lobatos aprendices de grandes hombres de negocios les recomendaría que se dieran una vuelta por la India (Rupiastán). Allí, las técnicas de ventas, desde las más sutiles a las más agresivas, son de lo más inverosímiles, con distintos grados de eficacia, obviamente.

De menos a más, tenemos los vendedores ambulantes de los trenes y autobuses, que van cantando su mercancía, en una larga y monótona letanía, al mismo ritmo que van andando. Y como no estés al quite, te quedas sin el chai para el desayuno. Pasan de todo, porque el negocio lo tienen seguro.

Luego está el típico bazar, donde el vendedor está ojo avizor del paseante ocioso con dinerito fresco en el bolsillo. No se te ocurra pararte una décima de segundo delante de su tienda, ni mucho menos tocar el género para comprobar su calidad, porque ahí ya has palmado. Se lanzan a ofrecerte sus productos más que insistentenemente. Te cohartan tu occidental costumbre de mirar porque sí, por placer. No te los quitas ni con agua caliente. A este respecto, recuerdo que me chocó mucho cuando visité el pabellón de la India en la expo -que se restringía a un bazar de productos indios de dudosa calidad- que me metí a la vuelta de mi viaje para ponerlos a prueba. Miré, me paré, toquiñeé... y nadie me abrumó. Y me han dicho que ni siquiera regateaban. Definitivamente, era un pabellón muy poco representativo de la realidad india. Olía bien.

Mención aparte merecen los que intentan venderte algo que ya tienes, que te ven con una pashmina e intentan venderte otra. Que llevas un tatuaje en la mano, te preguntan cuánto te ha costado y que ellos te lo hacen más barato. Incluso vieron que uno de nosostros se había encargado un traje a medida y cuando casi lo tenía hecho le asalta otro por la calle y le dice que lo había visto en la tienda del otro sastre y que él se lo hacía más barato. Que digo yo que si ya tengo una pashmina, una mano tatuada y un traje, ¿para qué quiero más? Que una ya no sabe si lo que pretenden es vender o hacerte sentir gilipollas. O ambas cosas.

También están los vendedores políglotas, que te echan el ojo a tu carita de latino y deducen que eres español, italiano o francés, en este orden. Y no les digas la verdad, porque te has caído con todo el equipo. Se han aprendido las cuatro palabras fundamentales para liarte e intentar que salgas de la tienda con las manos llenas y el bolsillo vacío. Fue ése el momento en el que hicimos un vertiginoso cambio de nacionalidad y, a la pregunta de "which country" respondíamos instantáneamente y al unísono: "LAPONIA"

Jaipur fue mi banco de pruebas de compras indias. Empecé comprando lo que no quería delante del palacio de los vientos. Pero luego las técnicas se fueron sofisticando. Hubo uno que acertó con nuestro idioma, fundamentalmente porque había estado en España varias veces ¡una de ellas en Zaragoza! Menos mal que antes habíamos mentido convenientemente y le habíamos dicho que éramos de Granada (olé el acento). Estuvimos cerca de una hora hablando con él. El tipo aguantó. Éramos cuatro presas y parecíamos simpáticos. No hacía mención de invitarnos a pasar a su tienda. Lo hizo muy bien. Después de una hora de pie, porque estaba lloviznando y no había ni un solo sitio seco o limpio donde aposentar el culo, nos invitó a que nos sentáramos en su tienda. Llevábamos todo el día dando vueltas y parecía una buena idea... En mi tierra la llamarían somarda la manera en que poco a poco nos fue sacando el género a ver si picábamos. Pero ese no era nuestro día de compras. El tipo, tan amable al principio, se quedó francamente molesto porque, tras invertir hora y media de su precioso tiempo con nosotros ,no le compramos nada.

Pero es que antes habíamos asistido a la mejor y más imaginativa estrategia comercial que yo conocía hasta aquel momento. Y después de aquello, ya nada nos sorprendía. Todo empezó con Baku y sus relojes. Un tipo, un gancho de los que por ahí abundan, comisionistas profesionales, le asalta al oirlo hablar y le pide por favor si le puede escribir una carta en castellano a Carmen, su novia española. Baku no se lo quita de encima y lo trae hasta donde estamos los demás. Por unanimidad -y despiste mío- deciden que traduzca yo la carta, que tengo mejor letra, etc, etc. O sea, me pringan. La historia me parecía alucinante y, en el convencimiento de que en la India todo puede pasar, acepto y comienzo a escribir la amorosa carta. Que romántico, a pesar del trozo de papel arrancado de un cuaderno apautado, que hace falta ser cutre. Según iba escribiendo, iba mirando al fulano y pensaba para mis adentros cómo sería la tal Carmen, porque, menudas tragaderas debía de tener la pobre, que era para ver al interfecto. Mequetrefe, medio desdentado, y con un siete en la camisa que una vez fue blanca. Y es que, ya lo dijo el torero, "hay gente pa'tó". Pero, en fin, todo el mundo tiene derecho a enamorarse... Conforme yo iba escribiendo y se me ocurría decir que qué bonito era aquello que le estaba diciendo, el tipo me empezó a soltar la que luego sería una casi interminable tanda de tres besos en las mejillas, pero cada vez más centrados. Me pregunté si esa era la técnica de seducción que tan bien le había ido con la susodicha Carmen.

Cuando por fin terminé la carta, me dijo que quería regalarme algo por mi amabilidad. Yo le dije que no, que con que fueran felices, era bastante, pero el tío insistía. Nos teníamos que ir a comer. Pero insistía. Al final me pregunta que cual era mi color favorito y yo le respondo que el violeta. y se me lleva -se nos lleva- al taller de joyería de un "amigo" a regalarme unos pendientes. Cruzamos la avenida principal y el tío me coge de la mano (ya había perdido la cuenta de las tandas de besos...) ¿Pero no decían que en la India estaba mal visto eso? Nos mete por callejuelas y vericuetos insospechados y ya me coge de la cintura. La imagen de Carmen se iba difuminando en el hediondo aire conforme íbamos avanzando. Las dudas sobre su existencia eran cada vez más sólidas. Por fin llegamos a la tienda del "amigo", o sea, el que le pasa la comisión, y nos dice que nos va a enseñar un álbum con las fotos del viaje por Europa. ¡Aún no estaba todo perdido! ¡Por fin le iba a ver la cara a la tal Carmen!

Efectivamente, el álbum era de un viaje a Europa, pero del dueño de la tienda, no del fulano y, mucho menos, de Carmen. Me da mis pendientes y nos empieza a ofrecer género. Los pendientes no son un regalo, son un chantaje psicológico para vernos obligados a comprar. Como tenían una cosa que me interesaba -y que la interesada luce actualmente todos los días en su cuello- acepté comprar, ya bastante harta del "novio" de Carmen intentando hacer diana y ofreciéndose a hacerme un masaje en la trastienda. Pobre Carmen...

Jamás, jamás había oído hablar de semejante sutil y enrevesada técnica. Hay que ser muy listo. O indio.

Jaisalmer era otra historia. Más imaginativos, como los de aquella tienda que tenían carteles colgando de sus colchas de espejitos que decían que con esas colchas no necesitabas viagra, o más amables, como aquel chaval, Shoda, al que le fui a comprar una libreta de cuero y no sólo me la regaló -mi precio inicial de regateo fue muy bajo- sino que además estuvimos hablando un rato y nos informó de cosas interesantes de la ciudad. Al día siguiente, terminé comprándole una pashmina para una amiga.

Pero sin duda, sin ningún tipo de dudas, chicas, la mejor estrategia comercial eran los ojos de Sandokan de un vendedor de camisetas en Pushkar. A poco me quedo allí regateando ad eternum...


sábado, 30 de agosto de 2008

los sentidos en la India


23/08/08, camino de Bombay.

La India no entra por los ojos. Entra por todos los sentidos.


Pero quizás, bueno, no, sin duda, el primer sentido por el que entra la India es el olfato. “Huele a India”. India huele a una mezcla acre y agria de basura fermentada, orín y mierda, fundamentalmente de vaca sagrada pero también humana, mezclada con humos de coches. Ese era el olor a India que una vez alguien nombró.

Pero la India también huele a incienso y sándalo. Y a jengibre, cúrcuma, cilantro, sándalo, menta y cardamomo Y a fritanga y a chai. Y a zumo de frutas recién exprimidas. La India que yo conozco tiene olor, tiene olores, igual que tiene colores.

La India entra por los oídos. Entra casi tan pronto como por el olfato.

La India es ruido. Mucho ruido. Cláxones más agudos, más graves, más broncos, más suaves, continuos, intermitentes o en pedorreta. Musicales o monótonos. “Blow your horn” se lee detrás de los camiones y los autorickshaws. También suena a bullicio callejero, a griterío, a “one rupi” a “chai chai”, “pani water”, “namasté” y “which country”, toda la retaíla que comerciantes y pedigüeños utilizan para atraer la atención del incauto viandante.

Suena a las campanillas de los templos jainitas. Suena a música. Música que te traslada a niveles más etéreos como la del templo dorado. Música que te traslada a lo peor de tu alma cuando a las cinco de la mañana suenan a toda pastilla cánticos religiosos hindúes en plan “jaculatoria”. Música que te traslada inevitablemente de sitio cuando te atosigan con los horripilantes vídeos de Bollywood. Música que me trasladará a la India cuando escuche de nuevo a Prem Joshua, un músico que hace un “chill out” indio muy agradable y relajante: http://www.premjoshua.com/index.php?option=com_content&task=view&id=42&Itemid=103

La India entra por el gusto, qué duda cabe. El cilantro omnipresente, la guindilla traicionera, el comino en el arroz. Los distintos masalas, distintas mezclas que al final te abrasan igualmente la boca. El thali de arroz y lentejas de los sikhs y aquella pasta templada y dulzona. El curd, yogur que cuando lo mezclan con frutas, muesli o cereales lo llaman raita. O el Lassi, yogur más líquido que te lo pueden mezclar también con zumos de frutas. Los zumos naturales de piña, naranja, papaya o granada, el agua de coco bebida en el mismo coco. Las limonanas, limonada natural dulzona y con menta, muy refrescante, el lemmon soda, ¡las mirindas! La kingfisher casi clandestina… El hinojo con bolitas de anís que te sirven al finalizar las comidas para que puedas digerir todo lo anterior. Un sinfín de sabores de apuesta, que una vez en la boca no sabes por dónde van a tirar, aunque te lo temes.

Y luego el chai, el ubicuo té aromático con leche, bastante dulce, que te ofrecen a todas horas como símbolo de hospitalidad.

La India entra por el tacto. El tacto de la arena del desierto, el de la hierba mojada tras el monzón. El tacto de un masaje ayurvédico o el de la henna en la piel. El tacto del pasamanos metálico que te deja olor a metal en las manos.

En la India aprendes a tocar. Aprendes a tocar pashminas y sedas. Aprendes a tocar piedras sagradas. Aprendes a tocar cuero. Aprendes a tocar plata. Aprendes a tocar rupias. Y aprendes a no tocar muchas cosas. Por si acaso. Pero tocas. En la India es imposible tener la sensación de manos limpias aunque te las acabes de lavar. Simplemente al cerrar el grifo del agua, ya sientes cómo se manchan.

Y la India entra por los ojos. Estallan los ojos con el color de los saris, tan perfectamente colocados, tan
elegantemente paseados por las mujeres indias. Hay que ser india para llevar sari.
Los ojos abiertos, muy abiertos, no paran de mirar este país, desde los escarabajos peloteros del desierto a sus templos, pasando por sus gentes y su vida.
La India es más gente de la que hay censada. La India es gente agolpada pidiendo paso. Gente durmiendo en las aceras, encima de los trenes, en la recepción del hotel donde te hospedas. La India es gente conviviendo con animales. O animales conviviendo con gente. Vacas sagradas que dejan boñigas sagradas (pero que huelen y manchan igual que las mundanas). Perros espatarrados en el suelo
durante horas y horas que sirven de hito para orientarte por las callejuelas. Monos que saltan por las paredes y las azoteas. Ardillas tímidas y descaradas que se pasean a menos de un metro de ti, para luego salir corriendo. Cabras que te acompañan en tu camino. Cerdos negruzcos con el pelaje punkie. Camellos viejos con collares. Burros, palomas, cuervos de Bombay. Y otros bichos más pequeños en los que prefiero no pensar…
La India es gente de ojos de color miel y negros de mirada clara, profunda, pícara o ladina, rodeados de piel canela. Gente que fabrican, usan y venden un sinfín de artículos asombrosos.
La India es gente viviendo en casa destartaladas, cuando tienen casas. Casas construidas con andamios de bambú imposibles.

La India son paisajes que cambian desde el verde exuberante de los alrededores de Bombay al dorado color del desierto. Ríos y lagos con gente haciendo sus abluciones, pescando, viviendo y muriendo. Son ciudades blancas, rojas, azules y doradas. Y también grises y sucias. Construcciones imponentes rodeadas de casas miserables y chabolas. Callejuelas estrechas y avenidas inundadas.

La India entra por los ojos. Ojos que no pueden dejar de mirar y asombrarse con cada minúsculo detalle que descubren. Incluso ahora que estoy a punto de volver a casa.

La India entra por todos los sentidos. Y ya no sé si saldrá.


Creo que no.

Sábado, 30 de Agosto de 2008 09:40

viernes, 22 de agosto de 2008

Jaisalmer



Hay ciudades que sólo pronunciar su nombre nos trasladan a un paraíso de ensueño. Nombres evocadores: Samarcanda, Katmandú o Jaisalmer. Probad a pronunciar esta palabra con los ojos cerrados antes de seguir leyendo, despacito y respirando hondo: JAI-SAL-MER.

...




Jaisalmer es una ciudad pequeñita, apenas 50.000 habitantes, del oeste de la India, la más al oeste de la India. Cuando llegas con el tren a Jaisalmer tienes que bajar las ventanillas porque se llena todo de arena. Y es que Jaisalmer es la puerta de entrada al desierto del Thar, el de la entrada anterior. Y sales de la estación, te montas en tu rickshaw y descubres una ciudad dorada sobre una colina a cuyas faldas se extiende otra más moderna, pero tan dorada como la anterior y salpicada de palacios que rompen los ojos con tanta belleza.







Nos costó entrar en contacto con esta ciudad. Contratar el paseo en camello y la propia excursión nos impidió caer en brazos de esta joya. Habíamos dado algún pequeño paseo pero poco más. Pero la primera noche ya pude darme cuenta de que aquella ciudad me estaba hechizando. Mientras los demás se quedaron en internet, yo me fui a dar un paseo nocturno sola, en busca de algún gorro para el desierto. la ciudad estaba en silencio, nada que ver con el bullicio que habíamos abandonado el día anterior en Jaipur y mucho menos con el caos de Delhi. Tan apenas rompía ese silencio alguna moto al pasar por la puerta de la cuidad. Y es que Jaisalmer tiene una puerta y muralla y recodos y cuestas y adoquines en las calles. Ni siquiera los conductores de rickshaws saltaron al ataque ofreciéndome sus servicios. Era una noche de luna llena clara, clara, en una ciudad de ensueño y en silencio.

Cuando volvimos de nuestro safari pudimos conocer esa belleza. Y la cámara, una vez repuesta del desierto, no paraba de hacer fotos. Y miraras hacia donde miraras todo era digno de retratar, de recordar, de robar ese instante al tiempo y llevártelo a casa. Lo mismo daba un templo jainista que las casas havelies que las que iban jalonando sus calles o la propia muralla. El color dorado de la piedra, el modo de construcción, el respeto en las construcciones nuevas, a pesar del morterazo de cemento, las estrechas calles sin coches, sólo con motos, y la gente.










































También descubrí que entre las piedras doradas vivía y trabajaba gente. Y las personas con las que hablé me parecieron encantadoras, con la excepción del tipo del hotel que nos engañó con el safari, pero lo remediamos cambiando de hotel y no pagando la cifra desorbitada que pedía por un safari similar a los demás (aunque decía que el suyo era el mejor y por eso costaba el doble).

Tal vez es que yo anduviera entusiasmada, no lo niego, pero si no vas con entusiasmo ¿de qué sirve un viaje? pero salí encantada de aquella ciudad y la dejé con pena. Cuando llegamos a Pushkar, nuestro siguiente destino, ya nada me parecía tan bonito. Era tanto lo que habíamos dejado atrás.

Y luego todo lo que queda por restaurar...

Jaisalmer es la primera ciudad india en la que me quedaría.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Tea in the sahara


17/08/08

Esto no es el Sahara, que es el desierto del Thar, al oeste del Rajasthán, lindando con Pakistán. Sin embargo, cuando han emepezado a prepararnos un chai, el típico té con leche indio, a la sombra de uno de los últimos árboles antes de las dunas, me he acordado de esta canción de Sting, versionada por Liquid Blue.

Y es que nos hemos convertido en unos "domingueros del desierto" y hemos contratado un safari en camello por el desierto. Una turistada, vaya. Pero es que somos turistas, yo, por lo menos. Aún no aspiro a viajera.

Llegamos ayer a Jaisalmer, la primera ciudad india en la que me quedaría, ya os hablaré de ella. Tranquila, sin demasiado tráfico ni agobio -¡Qué diferencia de Jaipur!- y con una arquitectura magnífica. Lástima que aquí aún no se han enterado de que rejuntar con portland es una barbaridad, y el bello color dorado de la piedra queda enmascarado por el horrible gris azulado de las juntas ¡Cuánto camino le queda a este país!


Y luego, el desierto. La experiencia del camello es divertida al principio, después duele y por fin, aburre.

Comes lo que te preparan, sin querer mirar muy bien cómo limpian los cacharros. Es el desierto y apenas hay agua. Embotellada, sí, toda la que queríamos, aunque bien es verdad que he desayunado cafés con leche más fríos que esa agua... Comes encima de la misma manta sobre la que vas en el camello y que por la noche será tu cama sobre la arena entre los escarabajos peloteros. Dejas al lado las más básicas reglas de higiene, porque simplemente, no hay condiciones. Y sobrevives.

Y llegas a las dunas. Y descubres un desierto de libro, de esos que te contaron en la carrera, sobre los que dibujaste y reprodujiste en un examen su esquema. Con sus cerros, sus rocas agrietadas por la paciente e incesante labor del frío y el calor. Rocas que se convierten en piedras, que se convierten en guijarros, que se convierten en arena.

Arena que se convierte en dunas. Dunas que se convierten en desierto. Y el viento. Y el tiempo. Y te da lo mismo dejar ahí tu huella. La arena y el viento se encargan de borrar tu paso por el desierto en una alegoría de lo efímero que es nuestro paso en el planeta tierra. Y, como escribe Roberto Vecchioni, "el tiempo ríe como un muchacho que hace trampas para ganar siempre".

El desierto me emocionó. Caminar sobre las sebjas secas, trepar esas dunas, ver anochecer, la luna llena, sentir el viento en mi cara, como si yo perteneciera a allí. No era un desierto grande, más bien deberíamos hablar de un campo de dunas pequeñito, pero la emoción fue tremenda.