miércoles, 20 de abril de 2011

crónica sentimental de una restauración



La primera vez que entré en la catedral se me cayó el alma a los pies. Todo era gris, oscuro, sucio y frío. No había manera de admirar su belleza porque no era capaz de apreciarla. La mugre tapaba las piedras y aquella enorme estructura metálica, la perspectiva. Comenzamos a trabajar con más ilusión que medios. Había que conocer, había que diagnosticar, había que proponer. Desde lo alto de aquel andamio imposible más propio de una pista de circo, miraba en rededor y me entraba el ánimo anarquista. Me preguntaba si no sería mejor colocar cuatro cargas de dinamita bien puestas y terminar con todo aquello. Pero la responsabilidad, la sensibilidad y, no lo neguemos, la necesidad de seguir trabajando pudieron más y continué describiendo la catedral piedra a piedra.

Han pasado muchos años desde entonces. Muchos. Es casi parte de mi vida. En todo este tiempo me han nacido dos hijos y he perdido dos amigos. He aprendido, he trabajado, he errado, he rectificado. He solucionado. He tenido grandes alegrías y también sinsabores. Me han salido las primeras canas (ahora muy acompañadas). Ha sido duro, ha sido intenso. Gratificante y desesperante. He conocido grandes profesionales. He hablado con canteros y albañiles que han convivido con la piedra y los materiales toda su vida y que me han enseñado más que mis años en la facultad. He trepado, y me he agachado, he terminado con agujetas (verídico) de hacer kilómetros tridimensionales de andamio. He entrado a pie llano y esquivando agujeros, subiendo y bajando escaleras inestables, cosas de los arqueólogos.


Han pasado muchos años, hemos hecho muchas cosas. Recuerdo una temporada que cada vez que llegaba tras la última curva de la carretera veía su cimborrio y pensaba para mí “¡uf! Aún está en pie”. Nos hemos encontrado con problemas nuevos que nos han puesto a prueba. Y los hemos superado. Ha sido tan difícil como fascinante.


Pero lo verdaderamente fascinante ha sido ver como esa mugre ha ido dejando paso al arte. Y la belleza se ha hecho luz. La misma catedral que fue oscura luce hoy brillante y me ha permitido admirar perspectivas y detalles imposibles ya, ahora que ya no hay andamios. Se ha hecho la luz, la piedra resplandece, la catedral deslumbra. Y después de todo lo pasado, me siento orgullosa de mi pequeña aportación cuidando esas piedras, buscando las mejores sustitutas, materiales y soluciones y controlando que esa indómita humedad no altere más el devenir de la historia de esa catedral y de esa ciudad que la mira anhelante a sus pies.




3 comentarios:

Anónimo dijo...

Impresionante

Caminante dijo...

De qué catedral hablas?
Inicialmente pensé en Santa María la Vieja, de Vitoria. Después... me perdí

PAQUITA

Aupaedurne dijo...

Se trata de la Catedral de Tarazona, en Zaragoza, con menos marketing q la de Vitoria pero con un trabajo y, sobre todo, unos resultados impresionantes, como dice Loqueyosiento.