Yo no quiero ser feminista.
No nací para eso. No quiero reivindicar lo que debería ser normal. No quiero
que sea necesario. No quiero cuotas ni días en el calendario. No quiero ser
distinta por ser mujer. Ni mejor ni peor. No quiero que nadie me mire como un
bicho raro por tener tetas o pintarme los ojos. Quiero ser natural.
Yo no nací para esto.
Yo nací mujer. Pero fui el
hermano pequeño de mi hermano. No había quien me pusiera un vestido de nido de
abeja rosa —o de cualquier otro color y estampado— ni mucho menos esas odiosas
e incómodas bragas de ganchillo que en seguida se estiraban y las llevabas
colgando a mitad del muslo. Las camisetas, de algodón, y los vaqueros que no
faltaran, que bastante falda llevaba entre semana con el uniforme.
Pobre, mi madre. Aunque
ella fue una mujer adelantada a su tiempo en muchos aspectos, aun a pesar de la
educación de posguerra, con todo lo que ello implicaba. Pero ella llevó
pantalones cuando muy pocas chicas los llevaban, iba en lambretta de un lado a
otro, trabajaba y no tuvo mucha prisa por casarse. Y nací en una familia en la
que era mi padre el que me llevaba al colegio. Y yo disfrutaba yendo de su
mano, viendo al “Demis Roussos” el panadero enorme y barbudo panadero que
descargaba su furgoneta en la plaza de San Sebastián. Teníamos nuestros propios
ritos, nuestras propias complicidades…
Yo tenía poco que ver con
los juegos de niñas, y en recreo, entre mi amiga “Ajo” y yo adoptábamos siempre
los roles de chicos. Y no entendía por qué las monjas no eran las que daban la
misa si lo hacían prácticamente todo, qué pintaba aquel cura. Par mí era contra natura, mi natura.
Nunca me gustaron las
muñecas, como mucho, la Nancy, aunque
era una muñeca medio inútil incapaz de coger nada y menos de llevárselo a la
boca. Odiaba especialmente los Baby
mocosete y similares, sosos y asquerosos. Jugaba con mi hermano —otra vez—
con sus geyperman y con mis Big Jim, que eran mucho más versátiles.
Mi mejor muñeca —no sé de dónde la sacarían mis padres— era la Havoc, una muñeca espía checoslovaca. A
esa no se le ponía nada por delante, era una muñeca de acción, como quería ser
yo, y no una moñas para entrenarme a ser mujer objeto y madre.
También me gustaba jugar al
fútbol, con mi hermano, cómo no. Y de tanto gol
portero años después terminé siendo una de las porteras del equipo
subcampeón de España de fútbol sala. Éramos bichos raros.
Hoy hay más equipos de
fútbol y fútbol sala femeninos. Algunos mejores que los masculinos. Algunos
ganan a los masculinos. Algunas juegan en los masculinos, y ganan. Pero no les
dejan. Y no pueden celebrar el triunfo todos juntos. Entonces, saltan a las
noticias. Porque todavía hay que reivindicarlo. Y no debería ser así. Debería
ser normal. Tú vales, tú juegas. Tú haces. Tú eres.
No, definitivamente no me
queda más remedio que ser feminista. Todavía.
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