domingo, 2 de julio de 2017

yo no quiero ser feminista





Yo no quiero ser feminista. No nací para eso. No quiero reivindicar lo que debería ser normal. No quiero que sea necesario. No quiero cuotas ni días en el calendario. No quiero ser distinta por ser mujer. Ni mejor ni peor. No quiero que nadie me mire como un bicho raro por tener tetas o pintarme los ojos. Quiero ser natural.
Yo no nací para esto.
Yo nací mujer. Pero fui el hermano pequeño de mi hermano. No había quien me pusiera un vestido de nido de abeja rosa —o de cualquier otro color y estampado— ni mucho menos esas odiosas e incómodas bragas de ganchillo que en seguida se estiraban y las llevabas colgando a mitad del muslo. Las camisetas, de algodón, y los vaqueros que no faltaran, que bastante falda llevaba entre semana con el uniforme.
Pobre, mi madre. Aunque ella fue una mujer adelantada a su tiempo en muchos aspectos, aun a pesar de la educación de posguerra, con todo lo que ello implicaba. Pero ella llevó pantalones cuando muy pocas chicas los llevaban, iba en lambretta de un lado a otro, trabajaba y no tuvo mucha prisa por casarse. Y nací en una familia en la que era mi padre el que me llevaba al colegio. Y yo disfrutaba yendo de su mano, viendo al “Demis Roussos” el panadero enorme y barbudo panadero que descargaba su furgoneta en la plaza de San Sebastián. Teníamos nuestros propios ritos, nuestras propias complicidades…
Yo tenía poco que ver con los juegos de niñas, y en recreo, entre mi amiga “Ajo” y yo adoptábamos siempre los roles de chicos. Y no entendía por qué las monjas no eran las que daban la misa si lo hacían prácticamente todo, qué pintaba aquel cura. Par mí era contra natura, mi natura.
Nunca me gustaron las muñecas, como mucho, la Nancy, aunque era una muñeca medio inútil incapaz de coger nada y menos de llevárselo a la boca. Odiaba especialmente los Baby mocosete y similares, sosos y asquerosos. Jugaba con mi hermano —otra vez— con sus geyperman y con mis Big Jim, que eran mucho más versátiles. Mi mejor muñeca —no sé de dónde la sacarían mis padres— era la Havoc, una muñeca espía checoslovaca. A esa no se le ponía nada por delante, era una muñeca de acción, como quería ser yo, y no una moñas para entrenarme a ser mujer objeto y madre.
También me gustaba jugar al fútbol, con mi hermano, cómo no. Y de tanto gol portero años después terminé siendo una de las porteras del equipo subcampeón de España de fútbol sala. Éramos bichos raros.
Hoy hay más equipos de fútbol y fútbol sala femeninos. Algunos mejores que los masculinos. Algunos ganan a los masculinos. Algunas juegan en los masculinos, y ganan. Pero no les dejan. Y no pueden celebrar el triunfo todos juntos. Entonces, saltan a las noticias. Porque todavía hay que reivindicarlo. Y no debería ser así. Debería ser normal. Tú vales, tú juegas. Tú haces. Tú eres.

No, definitivamente no me queda más remedio que ser feminista. Todavía.

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