Amanezco este nueve de marzo un
tanto brumosa, después de un #8M intenso. No hice muchas fotos, y las que hice
no son muy buenas. En realidad, me dediqué a vivir las distintas
reivindicaciones a lo largo de todo el día, en mi huelga particular.
Un año más me emocionaron las
estudiantes –y sus compañeros- en la manifestación. Hay futuro. Al mediodía la
plaza del Pilar se llenó para reventar “El cuento de la criada”, esa distopía
de Margaret Atwood en la que las mujeres perdemos todos nuestros derechos y vivimos
sometidas a nuestros maridos –las de clase alta- o a nuestros dueños –todas las
demás- convertidas en vientres reproductivos. Suena tan parecido a eso que eufemísticamente
llaman “gestación subrogada”,·que ya es una realidad y que siempre tiene un
único sentido: pareja pudiente alquila una mujer para que se destroce su cuerpo
con el embarazo y parto de un bebé ajeno al que no le podrá unir ningún vínculo
afectivo.
Por la tarde participé, otro año
más también, en la manifestación convocada por la plataforma #8M. He de
reconocer que no las tenía todas conmigo. Pensé que no tendría la repercusión
del año pasado. Afortunadamente, estaba equivocada. Después de más de dos horas
y media, a las nueve de la noche solo había conseguido llegar a la plaza España
desde el Paraninfo. Agotada e invadida por necesidades primarias, decidí
dejarla, satisfecha por comprobar que nos habíamos superado. Que ese grito
unánime que se resumía en que “la revolución será feminista o no será” es cada
vez más fuerte y, lamentablemente, necesario.
La tarde anterior había asistido
a la inauguración de la Exposición “ULTRAVIOLETA. Didácticas desde los
feminismos” y leí un texto que me ha hecho reflexionar bastante: “Desde sus albores más tempranos […] el
movimiento por los derechos de las mujeres ha tenido entre sus cometidos la
re-educación de una sociedad siempre recelosa ante sus reivindicaciones. Ya en
el siglo XV, durante la llamada Querella de las Mujeres, un gran número de
autoras [..] comienzan a generar textos contra la misoginia que sufren e
identifican, explicando el fundamento cultural, y no natural, del trato
desigual del que son objeto.
Desde
entonces, el esfuerzo del feminismo en el plano pedagógico ha sido ingente,
suponiendo a menudo una gran inversión de tiempo y energía. A las activistas o,
sencillamente, a las personas que se definen como feministas, se les exige
además una disposición plena y una actitud siempre didáctica, dando por sentado
una dedicación que no es reconocida ni valorada a nivel externo: una tarea
invisibilizada que a menudo supone una pesada carga pero que también tiene
brillantes expresiones.”
No le falta razón. Parece como si
tuviésemos que estar continuamente explicando y hasta justificando nuestro
feminismo, más o menos público, pero siempre activo. Y es que ayer mismo era tachada
de poco menos que arribista, que solo era feminista desde hacía tres años, que nunca
me habían visto anteriormente en manifestaciones ni actos. Me lo decía una
persona que me conoce, o al menos eso creía, bien, un hombre que tuvo que buscar
su postura feminista cuando era joven, allá en los setenta, precisamente en el
mismo momento en el que yo, en mi casa, estaba recibiendo una educación en
igualdad. Igualdad de oportunidades en el estudio, igualdad de obligaciones en
casa, igualdad de derecho al trabajo. Recibía mensajes de parte de mi madre de “ten
siempre tu propia independencia económica, no dependas de nadie” mientras ella
se iba a trabajar todas las mañanas taladrando mis oídos con sus tacones por el
pasillo. Crecí creyendo en esa igualdad, en esa independencia no solo
económica, sino también social, afectiva e intelectual. Elegí el camino de las
ciencias que parece vetado a las mujeres. Elegí el camino de la Geología, de grandes
soledades en el monte. Elegí el camino de la construcción en un mundo de
hombres. Elegí ser libre, y no atarme a quien me intentó doblegar, menospreciar,
anular. También había elegido años antes el mudo del deporte, desde crear mi
propio equipo de fútbol sala hasta carreras de orientación en bicicleta de
montaña. Elegí caminos difíciles, vetados normalmente para una mujer. Elegí
vivir de manera natural como una persona, sin distinción de sexo ni de género. Porque
pude elegir. Y eso, también es verdad, se lo debo a las mujeres que me
precedieron.
Y tal vez precisamente porque me
parecía natural no debí de estar en esas expresiones públicas del feminismo de
las que hablaba, tal vez, entre otras cosas, porque hasta hace muy poco, nos
habíamos movido en distintos ámbitos, y era difícil que pudiéramos coincidir. O
tal vez incluso puede ser que el que no me viera –porque no me conocía- no
quisiera decir que no estuviera allí. No recuerdo exactamente dónde me he
metido, porque he participado en muchas cosas a lo largo de mi vida. Sí
recuerdo haberme encarado en los años noventa con políticos presuntamente de
izquierda que dudaban del feminismo y de la brecha salarial, por ejemplo. También
durante la carrera adopté posturas de defensa de las mujeres contra los
profesores arriesgando mi expediente. He dejado parejas cuando me querían
someter y, por supuesto, jamás he tolerado un mal trato. Es más recuerdo en el
equipo de fútbol sala, como a una jugadora, ocho años más joven que yo, su
novio la insultaba e incluso creo que la llegó a agredir. Yo me quedé aterrada porque
no me podía imaginar que esos comportamientos se siguieran dando en gente tan
joven. Han pasado más de veinticinco años desde entonces y lamentablemente, se
siguen dando entre los chavales de la generación de mis hijos.
Cansa, cansa profundamente estar
haciendo continuamente didáctica del feminismo, que es lo mismo que decir hacer
didáctica de tu propia vida, para que luego venga un hombre a dar lecciones.
No, gracias. No me cuentes mi vida.
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